13 de junio de 2025
MARTÍN LAZO CUEVAS: El derecho a no ser víctima

Por Martín Lazo Cuevas
Cuando una persona está siendo agredida, no es la ley la que llega primero. No es el juez ni el policía. Es
el instinto de dignidad. Es el alma que se niega a ser sometida, la conciencia que se levanta con valor ante
el peligro. Ahí, en ese instante, nace con fuerza implacable el derecho a defenderse. Y ese derecho no se
pide: se ejerce. No se implora: se activa con coraje. El ser humano tiene derecho a proteger su cuerpo, su
integridad, su honor y su vida. Tiene derecho a repeler, diezmar o abatir a su agresor si con ello defiende
su existencia. Porque quien se defiende no comete un crimen. Comete un acto de justicia.
Este derecho no es un concepto teórico ni un capricho legal. Es la expresión más elemental del alma humana
que rechaza la sumisión y afirma su derecho a vivir. En ese acto, la persona agredida deja de ser víctima
pasiva y se convierte en sujeto de justicia activa. La defensa legítima no destruye la ley: la confirma.
Porque una justicia que exige pasividad ante la violencia no es justicia, es complicidad con el agresor.
Y hay algo que debemos decir con absoluta claridad: defenderse no solo implica el uso del cuerpo. No solo
están las manos, los pies, los dientes, las uñas. También están los objetos que nos rodean, los instrumentos
del entorno, las herramientas de la vida cotidiana que se transforman, en un instante de peligro, en medios
legítimos de defensa. Una persona tiene derecho a usar piedras, palos, metales, sillas, botellas, cuchillos,
llaves, utensilios, fierros, puntas, e incluso armas de fuego —cuando la ley lo permite— si es la única
manera de evitar un daño mayor o proteger la vida.
El derecho a no ser víctima incluye el derecho a usar lo que sea necesario y proporcional para evitar ser
destruido. En un momento de agresión, no se exige precisión jurídica, se exige decisión vital. La defensa es
inmediata, urgente y, por tanto, debe ser efectiva. Si eso significa usar un objeto punzante, se usa. Si eso
significa usar una herramienta improvisada, se emplea. Y si eso significa disparar para salvar la vida
propia o de otro, también está dentro del marco legítimo cuando ya no hay otra salida.
Quien decide agredir debe saber que está asumiendo un riesgo. El riesgo de que su víctima lo enfrente. El
riesgo de que las instituciones actúen en su contra. El riesgo de que sea vencido, detenido, juzgado o
incluso abatido si así lo exige la defensa de quien ha sido atacado. Nadie que viola la paz debe esperar que
el mundo lo reciba con guantes blancos. La agresión activa consecuencias. La agresión desata respuestas. Y
la agresión justifica la fuerza legítima.
El camino del agresor no lleva a privilegios ni a refugios. Lleva a la cárcel. A un proceso legal que debe
ser firme, justo y sin concesiones. Y si el sistema lo permite, a una rehabilitación real. Pero que quede
claro: rehabilitación no significa apapacho, ni comodidad, ni perdón gratuito. Rehabilitar es corregir, es
confrontar, es reeducar bajo presión y responsabilidad. El agresor debe aprender lo que nunca debió haber
ignorado: que la dignidad ajena se respeta.
El Estado tiene el deber de ponerse del lado de la víctima. No puede haber neutralidad ante la violencia.
Las instituciones —la policía, los juzgados, los sistemas de salud y justicia— deben actuar como un solo
cuerpo de protección. Una víctima sola es una sociedad fallida. Una víctima respaldada es el inicio de la
paz.
Y si de verdad queremos vivir en paz, tenemos que entender que la paz no es una entelequia ni una palabra
hueca. La paz es el fruto del respeto. Respeto entre personas, respeto entre géneros, respeto entre
generaciones. Como dijo Benito Juárez, con sabiduría inapelable: “El respeto al derecho ajeno es la paz.”
Quien quiere paz en su vida, debe aprender a respetar la vida de los demás. Así de simple. Así de profundo.
Pero sobre todo, esta columna es un homenaje a esa chispa invencible que habita en cada persona: la voluntad
de no rendirse. Porque hay algo más poderoso que el miedo, y es la decisión firme de no dejarse destruir.
Esa alma que se niega a ser sometida, que se pone de pie, que se defiende y se protege, no solo está
salvando su cuerpo. Está afirmando su existencia. Está reafirmando la humanidad que nos une. Y está enviando
un mensaje claro a todo aquel que intente violentar: aquí no vas a ganar.
Porque la justicia comienza cuando alguien decide no ser víctima.

